Casi dos Siglos de Mercado de La Ribera
Dicen que para conocer a fondo una ciudad basta con darse una vuelta por su plaza de abastos. El Mercado de La Ribera cumple a rajatabla la norma, pues describirlo es describir el alma de Bilbao. Atesora una larga historia a sus espaldas, pero exhibe hoy en día una cara renovada; las aguas del Nervión lamen peligrosamente sus flancos en los días de crecida y, por tener, tiene hasta un récord Guinness para alimentar su vanidad: durante décadas fue el mercado cubierto más grande y variado de Europa. Ahí es nada.
La historia de La Ribera es tan antigua como la villa. El solar que hoy ocupa fue durante siglos la Plaza Vieja, un espacio a orillas de la Ría delimitado por la iglesia de San Antón, el desaparecido Ayuntamiento y la embocadura de las Siete Calles. Hasta allí se llegaban las mujeres de los pescadores para vender a gritos el género en el mismo corazón de Bilbao. Al principio lo hacían a cielo descubierto, con las viandas colocadas en cestas o en el mismo suelo, más adelante se construyeron unas endebles tejavanas para guarecerse de la lluvia y ya a finales del siglo XIX, una estructura de hierro acristalada de aire modernista. Era ya por aquel entonces «un mercado bien surtido de cuanto apetecer pudiera al más refinado gastrónomo», según glosaba el cronista don Emiliano de Arriaga al filo de 1900.
Pero aquello era poco para una ciudad pujante que en los felices años veinte reventaba por las costuras. En 1929 se inauguró el edificio que hoy conocemos, erigido sobre planos del arquitecto bermeano Pedro Ispizua. En la mole basilical rematada por dos ábsides hay quien ve un barco varado a orillas de la ría, o quizá un gran estómago situado estratégicamente en esa curva de la felicidad que forma el Nervión al pasar por las Siete Calles. La construcción tiene un cierto aire racionalista y una decoración de reminiscencias art decó en la que se dejan ver cabezas de ganado, redes de pesca o guirnaldas de verdura. El interior, libre de columnas, está iluminado por unas coloristas vidrieras coronadas por los escudos de Bilbao, Begoña, Deusto y Abando, toda una declaración de intenciones del que aspiró desde el principio a ser el mercado de «todos los Bilbaos».
En sus mejores años no cabía en La Ribera un alfiler. Atravesar sus puertas por la planta baja era adentrarse en el reino de Neptuno, donde sirenas vestidas de pescaderas despachaban con garbo los mejores frutos del Cantábrico. Subiendo las escaleras se llegaba a la tierra, donde se vendía carne, quesos, huevos o encurtidos, y en lo más alto del edificio, cual jardines colgantes, se mostraba exuberante lo más granado de la huerta vizcaína.
En agosto de 1983 el Mercado de La Ribera sufrió con dureza el envite de la riada que asoló la villa. Quedó tan herido que se llegó a plantear la posibilidad de derribarlo y recuperar la Plaza Vieja, pero finalmente se optó por mantener en pie uno de los motores económicos del Casco. Desde entonces se hizo patente la necesidad de reformar la casa, un proyecto faraónico que se remató en 2010 después de años de obras en los que sin embargo la plaza no cerró un solo día. Hoy ofrece a vecinos y turistas una cara nueva. Junto a los puestos de comida, ahora mezclados en cuidado desorden, restaurantes, gastrobares y hasta una sala de fiestas le han devuelto la vida de antaño. Darse una vuelta por allí es un poco como recorrer el Bilbao del siglo XXI: todavía huele a nuevo, pero se respira el aroma de siglos de tradición.
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