Proyección de ‘Las hermanas de Gion’ (Japón, 1936, 96 min.), dentro del ciclo ‘Kenji Mizoguchi: El cineasta que respetaba a las mujeres’.
Las hermanas Omocha y… Umekichi son dos geishas que viven en el barrio de Gion, en Kioto. Encarnan dos polos opuestos de la mujer japonesa: mientras Omocha es una chica moderna, Umekichi sigue siendo una tradicional mujer japonesa. Este contraste se agudiza cuando el negocio del mercader Furusawa, su protector y cliente habitual, quiebra.
Al principio como al final, la vida y obra de Kenji Mizoguchi (1898-1956) quedó marcada por las geishas: a los siete años vio cómo su padre, un hombre arruinado por negocios calamitosos, se libraba de su hermana mayor, Suzu, que fue vendida a una casa de tolerancia. Y Mizoguchi falleció al poco de acabar ‘La calle de la vergüenza’ (1956), un fascinante y nervioso filme que despoja a las pálidas meretrices de todo misterio y sofisticación, mostrando la prostitución en toda su crudeza, justo cuando el gobierno, presionado por el ocupante norteamericano, debatía la ilegalización del oficio más viejo del mundo. La circunstancia queda reflejada en la película, clavada a la realidad, y la ley se aprobó apenas unos meses después de su estreno.
Sin ‘La calle de la vergüenza’, tal vez tampoco hubiéramos visto llorar a la Anna Karina prostituida de ‘Vivir su vida’ (1962), ya que Godard, como los demás popes de la Nouvelle Vague, Jacques Rivette y Éric Rohmer, quedaron absolutamente fascinados, en la Cinémathèque de Henri Langlois, por el estilo deslumbrante y el apabullante dominio de la mise en scène del maestro nipón, cuando todavía no eran más que meros críticos de ‘Cahiers du Cinéma’. A Mizoguchi se le abrieron las puertas de Occidente en la Mostra de Venecia, justo un año después de que Akira Kurosawa se alzara con el León de Oro por ‘Rashomon’, en la edición de 1951. Pero si los épicos samuráis de Kurosawa remitían a un mundo eminentemente masculino, como de western exótico, Mizoguchi, que dio sus primeros pasos en el cine interpretando roles femeninos, exhibía una mirada mayormente embelesada por el sexo opuesto. Y esa mirada se detecta en las ocho obras maestras, correspondientes a su última etapa que, gracias a esta excelente iniciativa, pueden contemplarse en distintos puntos de la geografía española (a consultar en la web ‘capriccicine.es’), convenientemente restauradas y/o remasterizadas, y con nuevos subtítulos, mucho más fieles al guion original, en contraste con aquellos a los que nos habíamos malacostumbrado, que no facilitaban en demasía la comprensión de la obra del que pasa, también para Martin Scorsese, como uno de los mejores cineastas de la Historia, de Japón, como de cualquier otra parte.
Y merece tal magna consideración sobre todo por sus películas de los años 50, su década prodigiosa. No sólo porque la mayor parte del centenar de filmes que llegó a rodar se ha perdido para siempre, sino porque es al final cuando alcanzó el culmen de su arte.
No por casualidad fue Carlos Vermut, director de la no menos femenina ‘Quién te cantará’, quien presentó el preestreno, en la Filmoteca Española, de ‘Cuentos de la luna pálida’ (1953). Aparentemente, se trata de la historia de dos hombres, algo bufonescos y del todo miserables, que aprovechan una de tantas guerras civiles para tratar de medrar, uno como aspirante a samurái y el otro como artesano de cerámica. Pero son las mujeres las que brillan. Sus esposas, abandonadas a su suerte, protagonizan las escenas más dramáticas, mientras que una muy seductora Machiko Kyô da cuerpo a una suerte de sensual hada del Más Allá, dejando que lo fantástico se inserte en este hipnótico alegato contra la guerra y la codicia con pasmosa naturalidad. Ya dentro del ciclo itinerante, se incluye ‘La señorita Oyu’ (1951), un drama protagonizado por su actriz fetiche, Kinuyo Tanaka, de la que se dice que Mizoguchi estaba secretamente enamorado, por lo menos hasta que ésta decidió convertirse en la primera realizadora de Japón, que su mentor no apreció en absoluto. Tanaka todavía aparece en ‘La música de Gion’ (1953), ‘El intendente Sansho’ (1954) y ‘La mujer crucificada’ (1954) que fue, significativamente, su última película juntos.
Feminismo entre comillas, dobles, y hasta cierto punto. Al fin y al cabo, Mizoguchi también frecuentaba el barrio de los placeres, cosa que, en los años 30, no estaba mal vista, y entretuvo relaciones de lo más tormentosas. Una de sus amantes la emprendió a navajazos con él, antes de volver al arroyo de la prostitución, y la única con la que se casó acabó recluida en un sanatorio. Curiosamente, en sus dos siguientes películas, el amor triunfa, por lo menos al principio: en ‘Los amantes crucificados’ (1954), éstos se fugan desafiando las convenciones sociales del siglo XVII, mientras que en ‘La emperatriz Yang Kwei-Fei’ (1955) -una de sus dos únicas películas a todo color-, el emperador se encapricha de una desconocida muy parecida a su mujer fallecida.
Temas y tradiciones aparte, Mizoguchi ha pasado a la historia por la belleza insobornable de cada uno de sus planos, y por su incomparable maestría técnica. Ahora que toda una generación de seriéfilos ha descubierto la magia del cine -planos secuencia, travellings laterales, suntuoso blanco y negro…- gracias al colosal éxito de la ‘Roma’ de Alfonso Cuarón se prevé una avalancha de nuevos cinéfilos en las salas oscuras para redescubrir al gran maestro de todo ello. Lo contrario nos dejaría perplejos.
DONDE: Azkuna Zentroa
CUANDO: 13 enero 19:00H
CUANTO : GRATUITO